«Garantías». Luigi Ferrajoli

1. GARANTIAS Y GARANTISMO

«Garantía» es una expresión del léxico jurídico con la que se designa cualquier técnica normativa de tutela de un derecho subjetivo. El sentido originario del término es, sin embargo, más restringido. Por garantía se entiende, en el lenguaje de los civilistas, un tipo de instituto, derivado del derecho romano1, dirigido a asegurar el cumplimiento de las obligaciones y la tutela de los correspondientes derechos patrimoniales2. Justamente en relación con estos derechos, se distinguen dos clases de garantías: las garantías reales, como son la prenda o la hipoteca, mediante las cuales el deudor pone a disposición del acreedor un bien -mueble, en el primer caso; inmueble, en el segundo- con el que resarcirse en caso de incumplimiento; y las garantías personales, como la fianza y el aval, a través de las cuales un tercero se obliga, en caso de incumplimiento de la obligación, a satisfacerla en el lugar del deudor.
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La ampliación del significado del término «garantías» y la introducción del neologismo «garantismo» para referirse a las técnicas de tutela de los derechos fundamentales3 son, en cambio, relativamente recientes. Entiendo
por «derechos fundamentales» -en oposición a los «derechos patrimoniales», como la propiedad y el crédito, que son derechos singulares, que adquiere cada individuo con exclusión de los demás- aquellos derechos universales y, por ello, indisponibles e inalienables, que resultan atribuidos directamente por las normas jurídicas a todos en cuanto personas, ciudadanos o capaces de obrar4: ya se trate de derechos negativos, como los derechos de libertad a los que corresponden prohibiciones de lesionar; o de derechos positivos, como los derechos sociales, a los que corresponden obligaciones de prestación por parte de los poderes públicos.
Esta ampliación del significado de «garantías» se ha producido en el terreno del derecho penal. Más concretamente, la expresión «garantismo», en su sentido estricto de «garantismo penal», surgió, en la cultura jurídica italiana de izquierda en la segunda mitad de los años setenta como respuesta teórica a la legislación y a la jurisdicción de emergencia que, por aquel entonces, redujeron de diferentes formas el ya de por sí débil sistema de garantías procesales. En este sentido, el garantismo aparece asociado a la tradición clásica del pensamiento penal liberal. Y se relaciona con la exigencia, típica de la ilustración jurídica, de la tutela del derecho a la vida, a la integridad y a la libertad personales, frente a ese «terrible poder» que es el poder punitivo, en expresión de Montesquieu5.

FOTO: Carlos Eduardo de Andrea

«...se hablará de garantismo para designar el conjunto de límites y vínculos impuestos a todos los poderes -públicos y privados, políticos (o de mayoría) y económicos (o de mercado), en el plano estatal y en el internacional- mediante los que se tutelan, a través de su sometimiento a la ley y, en concreto, a los derechos fundamentales en ella establecidos, tanto las esferas privadas frente a los poderes públicos, como las esferas públicas frente a los poderes privados.»

Por otro lado, a mi juicio, una concepción de este tipo del garantismo resulta extensible, como paradigma de la teoría
general del derecho, a todo el campo de los derechos subjetivos, ya sean éstos patrimoniales o fundamentales, y a todo el conjunto de poderes, públicos o privados, estatales o internacionales. En efecto, todas las garantías tienen en común el dato de haber sido previstas a sabiendas de que su falta daría lugar a la violación del derecho que, en cada caso, constituye su objeto. Es decir, una suerte de desconfianza en la satisfacción o el respeto espontáneo de los derechos; y, en particular, por lo que se refiere a los derechos fundamentales, en el ejercicio espontáneamente legítimo del poder. En este sentido, «garantismo», se opone a cualquier concepción tanto de las relaciones económicas como de las políticas, tanto de las de derecho privado como de las de derecho público, fundada en la ilusión de un «poder bueno» o, en todo caso, de una
observancia espontánea del derecho y de los derechos. Hablaré así de diversos tipos de garantismo, según el tipo de derechos para cuya protección se predispongan o prevean las garantías como técnicas idóneas para asegurar su efectiva tutela o satisfacción. De garantismo patrimonial, para designar al sistema de garantías destinado a tutelar la propiedad y los demás derechos patrimoniales; de garantismo liberal y, específicamente, penal, para designar las técnicas de defensa de los derechos de libertad y, entre ellos, en primer lugar, el de la libertad personal, frente a las intervenciones arbitrarias de tipo policial o judicial; de garantismo social, para designar el conjunto de garantías, en buena medida aún ausentes o imperfectas, dirigidas a la satisfacción de los derechos sociales, como el derecho a la salud, a la educación, al trabajo y otros semejantes; de garantismo internacional, para designar a las garantías adecuadas para tutelar los derechos humanos establecidos en las declaraciones y convenciones internacionales, por el momento casi inexistentes. En general, se hablará de garantismo para designar el conjunto de límites y vínculos impuestos a todos los poderes -públicos y privados, políticos (o de mayoría) y económicos (o de mercado), en el plano estatal y en el internacional- mediante los que se tutelan, a través de su sometimiento a la ley y, en concreto, a los derechos fundamentales en ella establecidos, tanto las esferas privadas frente a los poderes públicos, como las esferas públicas frente a los poderes privados.

Hay que añadir que, actualmente en Italia, la opción entre usos restringidos y un uso ampliado de «garantismo» no es, en absoluto, políticamente neutral. En efecto, la apelación al garantismo como sistema de límites impuestos exclusivamente a la jurisdicción penal se combina, en sectores relevantes de la actual cultura política liberalista, con la intolerancia frente a cualquier tipo de límites jurídicos y, especialmente, judiciales, al poder político y, más aún, al económico. Significa, por tanto, lo opuesto a «garantismo» como paradigma teórico general, que implica, en cambio, sujeción al derecho de todos los poderes y garantía de los derechos de todos mediante vínculos legales y controles jurisdiccionales capaces de impedir la formación de poderes absolutos, públicos o privados. Este es el paradigma que pretendo ilustrar aquí sucintamente y que, como trataré de demostrar, es uno y el mismo que el del actual estado constitucional de derecho. Con tal finalidad, resultará útil redefinir preliminarmente el concepto de «garantía» como categoría general de la teoría del derecho.

2. GARANTIAS PRIMARIAS Y GARANTIAS SECUNDARIAS. GARANTISMO Y CONSTITU-CIONALISMO

Propongo llamar garantía a toda obligación correspondiente a un derecho subjetivo, entendiendo por «derecho subjetivo» toda expectativa jurídica positiva (de prestaciones) o negativa (de no lesiones)6.

Distinguiré, por tanto, entre garantías positivas y garantías
negativas, según resulte positiva o negativa la expectativa garantizada. Las garantías positivas consistirán en la obligación de la comisión, las garantías negativas en la obligación de la omisión -es decir, en la prohibición- del comportamiento que es contenido de la expectativa.

Son, por tanto, garantías, respectivamente positivas y negativas, las obligaciones de prestación y las prohibiciones de lesión correspondientes a esas particulares expectativas que son los derechos subjetivos, sean patrimoniales o fundamentales. Pero también son garantías las obligaciones correspondientes a las particulares expectativas de reparación, mediante sanción (para los actos ilícitos) o anulación (para los actos no válidos), que se generan con la violación de los derechos subjetivos. De esta forma, entra en juego una segunda y muy importante distinción. Llamaré garantías primarias o sustanciales a las garantías consistentes en las obligaciones o prohibiciones que corresponden a los derechos subje-tivos garantizados. Llamaré garan-tías secundarias o jurisdiccionales a las obligaciones, por parte de los órganos judiciales, de aplicar la sanción o de declarar la nulidad cuando se constaten, en el primer caso, actos ilícitos y, en el segundo, actos no válidos que violen los derechos subjetivos y, con ellos, sus correspondientes garantías primarias.

Correlativamente, se puede llamar normas primarias a las que dispo-nen obligaciones y prohibiciones, incluidas por tanto a las garantías primarias, y normas secundarias a las que predisponen las garantías secundarias de la anulación o de la sanción, en el caso de que hayan resultado violadas las normas y garantías primarias. Por ejemplo, la garantía primaria del derecho de propiedad es la prohibición del hurto establecida por la norma primaria que crea el delito de hurto; la garantía secundaria es la obliga-ción de aplicar la sanción prevista por las normas secundarias que castigan el hurto y que disciplinan las formas de su persecución. La garantía primaria de los derechos de libertad es la prohibición de leyes o medidas restrictivas de tales derechos implicada por la norma primaria en la que se establecen; su garantía secundaria es la obligación de anular tales leyes, prevista en las normas secundarias que establecen el control de constitucionalidad.
Es evidente que mientras que la observancia de las garantías (y de las normas) primarias equivale a la satisfacción de manera primaria y sustancial de los derechos garan-tizados por ellas, la de las garantías (y de las normas) secundarias opera, sólo eventualmente, como remedio previsto para la reparación de la inobservancia de las primeras representada por los actos ilícitos o los actos inválidos. Por ello, hablaré, además, de efectividad e inefectividad primaria, de primer grado o sustancial a propósito de la observancia o inobservancia de las normas (y garantías) primarias, y de efectividad e inefectividad secundaria o de segundo grado o jurisdiccional a propósito de la observancia o inobservancia de las secundarias. Tangentopoli, por ejemplo, constituye un ejemplo clamoroso de inefectividad de las normas primarias en el tema de la corrupción, mientras que las causas de Mani Pulite han supuesto un notable ejemplo de efectividad secundaria de las correspondientes normas secundarias. Los crímenes contra la humanidad cometidos impunemente en todo el mundo, con mucha frecuencia por los Estados y sus gobernantes, consti-tuyen una indicación de la inefec-tividad, tanto primaria como secun-daria, de los derechos humanos consagrados en la Declaración Universal de 1948 y en otras cartas y convenciones posteriores.

Se evidencia, de esta forma, que el garantismo de los derechos funda-mentales no es más que la otra cara, por decir así, del constitucio-nalismo, a cuya historia, teórica y práctica, aparece estrechamente vinculado su desarrollo. Aunque es cierto que las garantías consisten en un sistema de obligaciones y prohibiciones, no es menos evi-dente que su capacidad de vincular a los poderes supremos, comenzando por el poder legislativo, depende de su rígido fundamento positivo en normas superiores a éstos, como son, justamente, las normas constitu-cionales. En el Estado legislativo de derecho, carente de constitución o dotado de constituciones flexi-bles7, la garantía de los derechos fundamentales, incluidos los de libertad, quedaba confiada única-mente a la política legislativa, que podía reducirla o suprimirla legíti-mamente. Existían, claro es, orde-namientos garantistas y ordenamientos antigarantistas. Pero la legitimidad de los primeros y la ¡legitimidad de los segundos sólo podía valorarse en el plano ético-político de la justicia, y no en el plano jurídico de la legalidad. No obstante su solemnidad, las constituciones eran siempre consideradas, al menos en los ordenamientos de la Europa continental, como leyes formalmente iguales a las demás, al ser inconcebible la idea de una limitación del poder de la ley por parte de otra ley.

Esta omnipotencia de la legislación, y a través de ella de la mayoría política, cesa en el estado constitucional de derecho, fundado sobre esa verdadera invención de nuestro siglo que es la rigidez constitucional, en virtud de la cual, las leyes ordinarias, al aparecer situadas en un nivel subordinado respecto a las normas constitucionales, no pueden derogarlas so pena de su invalidación como consecuencia del correspondiente juicio de inconstitucionalidad. Las constituciones y los principios y derechos fundamentales establecidos en las mismas, pasan así a configurarse como pactos sociales en forma escrita que

circunscriben la esfera de lo indecidible, esto es, aquello que ninguna mayoría puede decidir o no decidir: de un lado, los límites y prohibiciones, en garantía de los derechos de libertad; de otro, los vínculos y obligaciones en garantía de los derechos sociales.

«Esta omnipotencia de la legislación, y a través de ella de la mayoría política, cesa en el estado constitucional de derecho, fundado sobre esa verdadera invención de nuestro siglo que es la rigidez constitucional...»

Se trata de una profunda transformación del paradigma original del positivismo jurídico, con el que alcanza su culminación el principio, característico del estado de derecho, de la sujeción a la ley de todo poder, incluído, por tanto, al propio poder legislativo8. Gracias a esta transformación, cambia la naturaleza de la validez de las leyes, que deja de coincidir con su mera existencia determinada por el simple respeto a las formas y procedimientos establecidos por las normas formales sobre su producción, y que exige, además, la coherencia de sus significados con los principios constitucionales. En segundo lugar, cambia la naturaleza de la jurisdicción y de la ciencia jurídica, a las que ya no corresponde únicamente la aplicación y el conocimiento de unas normas legales cualesquiera, sino que asumen, además, un papel crítico de su invalidez siempre posible.

Cambia, sobre todo, con la transformación de las condiciones de validez de las leyes, la propia naturaleza de la democracia y la política. En efecto, el garantismo constitucional introduce en la democracia una dimensión sustancial, ajena al viejo paradigma del estado legislativo de derecho y generada, precisamente, por las prohibiciones y obligaciones impuestas a las opciones políticas, tanto legislativas como de gobierno, por parte de las garantías primarias de los derechos fundamentales sancionados en las constituciones. De ese modo, en el estado constitucional de derecho, la legitimidad tanto política como jurídica del ejercicio del poder, ya no está sólo condicionada por las reglas que disciplinan las formas mayoritarias de su ejercicio -el quién y el cómo de las decisiones-, sino también por las reglas que condicionan su sustancia -es decir, el qué es lícito u obligatorio decidir, por cualquier mayoría- y que son, justamente, las garantías impuestas a sus contenidos por la constitucionalización de los derechos fundamentales: las garantías primarias negativas en formas de límites o prohibiciones impuestas por los derechos de libertad; las garantías primarias positivas en formas de vínculos u obligaciones impuestas por los derechos sociales; las garantías secundarias del control de constitucionalidad de las leyes y de la accionabilidad en juicio de todos los derechos subjetivos, comenzando, obviamente, por los derechos fundamentales.

Así resulta, en el plano normativo, un modelo de democracia -la democracia constitucional- caracterizado por un complejo sistema de límites y vínculos legales, de separaciones y equilibrios de poderes, de jerarquías normativas y controles jurisdiccionales, y, en consecuencia, diametralmente opuesto a la imagen de la democracia plebiscitaria tan frecuentemente evocada, en el debate político actual, por los defensores más acérrimos del principio mayoritario. La «democracia», según esta imagen, no sería otra cosa que la omnipotencia de la mayoría legitimada por el voto popular, que permitiría abusos de poder, conflictos de intereses e impunidad;
así como, simétricamente, el «liberalismo» consistiría, a su vez, en la ausencia de reglas y de límites a la libertad de empresa. La expresión «liberal-democracia», que en el léxico clásico designaba un sistema político basado en la tutela de las libertades individuales, la división de poderes y los principios del estado de derecho -exactamente lo contrario, por tanto, de la palabra «absolutismo»- habría terminado por designar, en esta perspectiva, dos formas convergentes de absolutismo, ambas contrarias al sistema de vínculos y contrapesos en que consiste el garantismo: el absolutismo de la mayoría y el absolutismo del mercado, de los poderes políticos y de los económicos, especialmente amenazadores por su marcada tendencia a confundirse.

3. EL GARANTISMO CLASICO LIBERAL. LAS GARANTIAS PENALES Y PROCESALES

El paradigma garantista y constitucional que aparece aquí sucintamente esbozado es un paradigma teórico y normativo, ciertamente no realizado y, acaso, como sucede con todos los paradigmas normativos, nunca realizable de manera perfecta. Las garantías, como se ha dicho, tanto primarias como secundarias, son normas primarias y secundarias, respectivamente. Aunque
implicadas por los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos, en la realidad pueden faltar cuando no hayan sido, a su vez, expresamente establecidas. Incluso, de hecho, aunque se hayan establecido, pueden ser violadas por sus destinatarios que, como se ha visto, son los poderes públicos. Ello explica por qué el paradigma garantista es siempre un paradigma en gran medida carente de desarrollo, aunque venga impuesto por las cartas constitucionales, quedando vacío de contenido por defecto de actuación, tanto por la ausencia como por la inefectividad, ya de las normas primarias de garantías o de las secundarias.

Se puede hablar de carencia o inefectividad de las garantías, ante todo, en relación con el garantismo penal, que, en efecto, ha supuesto, desde la Ilustración, el terreno sobre el que se ha edificado el modelo del estado liberal de derecho. Las garantías penales y procesales, como se ha señalado, son esencialmente garantías negativas, dirigidas a limitar el poder punitivo en defensa de las libertades individuales. Esta misma idea se ha identificado, con frecuencia, con el proyecto de un «derecho penal mínimo»: es decir, con un sistema penal capaz de someter la intervención punitiva -tanto en la previsión legal de los delitos, como en su constatación judicial- a rígidos límites impuestos en defensa de los derechos de la persona. En lo que se refiere al delito, estos límites no son otros que las garantías penales sustanciales: del principio de estricta legalidad o taxatividad de los comportamientos punibles a los de lesividad, materialidad y culpabilidad. En lo relativo al proceso, se corresponden con las garantías procesales y orgánicas: el principio de contradicción, la paridad entre acusación y defensa, la separación rígida de juez y acusación, la presunción de inocencia, la carga de la prueba para el que acusa, la oralidad y la publicidad del juicio, la independencia interna y externa de la magistratura y el principio de juez natural9.

Estas mismas garantías, por otra parte, sirven para limitar y minimizar el poder punitivo, en la medida en que todas ellas pueden configurarse como técnicas normativas destinadas a vincularlo al papel de averiguación de la verdad procesal. Por ello, cabe caracterizar las garantías penales, empezando por la formulación clara y precisa de las figuras penales impuesta por el principio de estricta legalidad (por ejemplo, «Fulano ha causado voluntaria-mente la muerte a un hombre»), como aquéllas que, en el plano legal, aseguran en grado máximo la averiguación de la verdad jurídica, es decir, la verificabilidad y refutabilidad, en abstracto, de las hipótesis de la acusación, dado que no podría verificarse ni refutarse una acusación vaga e indeterminada (por ejemplo «Fulano es enemigo del pueblo» o «es un sujeto peligroso»). En cambio, es posible caracterizar las garantías procesales, de la carga de la prueba al principio de contradicción o al derecho a la defensa, como las que aseguran en grado máximo, en el plano jurisdiccional, la averiguación de la verdad fáctíca, es decir, que exigen, en concreto, la verificación por las hipótesis acusatorias de la acusación y permiten su refutación por parte de la defensa.

Es esta fundación sobre la verdad -aunque sea en un sentido inevitablemente relativo, por el carácter opinable de la interpretación judicial y, por tanto, de la verdad jurídica, y, en cualquier caso, por el carácter probabilista de la inducción probatoria de la verdad fáctica- la fuente de legitimación específica de la jurisdicción, que justifica su independencia en un estado de derecho. A diferencia de cualquier otra actividad jurídica, la actividad jurisdiccional en el estado derecho es una actividad cognoscitiva además de práctica o prescriptiva; o, mejor, es una actividad prescriptiva que tiene como necesaria justificación una motivación en todo o en parte cognoscitiva. Las leyes, los reglamentos, los actos administrativos y los negocios privados son actos exclusivamente preceptivos, ni verdaderos ni falsos, cuya validez jurídica depende del respeto a las normas de producción y cuya legitimidad política depende de su oportunidad, de su fidelidad a los intereses representados, de la representatividad o de la autonomía de sus autores, y no de ciertas premisas, de hecho o de derecho, argumentadas como «verdaderas». Las sentencias, por el contrario, exigen una motivación fundada en argumentos cognoscitivos sobre los hechos y recognoscitivos sobre el derecho, de cuya aceptación como «verdaderos» depende tanto la validez o legitimación jurídica interna o formal, como la justícía o legitimación política, externa o sustancial de las mismas.

A esto se debe que, a diferencia de cualquier otro poder público, el poder judicial no admite una legitimación de tipo representativo o consensual, sino sólo una legitimación de tipo racional y legal. Veritas, non auctoritas facit judicium, podríamos decir a propósito del fundamento de la jurisdicción, invirtiendo, así, el principio hobbesiano auctoritas, non veritas facit legem que, en cambio, es válido para la legislación10. No se puede castigar a un ciudadano sólo porque ello corresponda a la voluntad o a los intereses de la mayoría. Ninguna mayoría, por muy aplastante que sea, puede legitimar la condena de un inocente o la absolución de un culpable. Y ningún consenso político -del parlamento, de la prensa, de los partidos o de la opinión pública- puede sustituir o eliminar las pruebas de una hipótesis acusatoria. En un sistema penal garantista, el consenso mayoritario o la investidura representativa del juez no añaden nada a la legitimidad de la jurisdicción, dado que ni la voluntad ni el consenso o el interés general, ni ningún otro principio de autoridad, pueden convertir en verdadero lo que es falso, o viceversa.

Existe, por tanto, un nexo no sólo entre derecho penal mínimo y garantismo, sino entre derecho penal mínimo, efectividad y legitimación del sistema penal. Sólo un derecho penal concebido únicamente en función de la tutela
de los bienes primarios y de los derechos fundamentales puede asegurar, junto a la certeza y al resto de garantías penales, también la eficacia de la jurisdicción frente a las formas, cada vez más poderosas y amenazadoras, de la criminalidad organizada. Y sólo un derecho procesal depurado del legado de la emergencia -de la disparidad entre acusación y defensa a la excesiva discrecionalidad en la prisión preventiva- puede ofrecer un fundamento robusto y creíble a la independencia del poder judicial y a su papel de control de la ilegalidad de los poderes. Defensa social y garantismo, tutela de los bienes primarios y garantía de los derechos de los encausados, seguridad frente a los delitos y frente a las penas arbitrarias se configuran, así como las dos vertientes, no sólo esenciales sino relacionadas entre sí, que legitiman la potestad punitiva. El derecho penal mínimo se caracteriza, de este modo, como la ley del más débil que, en el momento del delito es el agraviado, en el del proceso, el imputado y en el de la pena, el condenado.

Desafortunadamente, hay que reconocer que el modelo de jurisdicción como actividad cognoscitiva de aplicación de la ley que aquí se ilustra es un modelo teórico (y normativo), desmentido (y violado), de hecho, por los amplios espacios de discrecionalidad generados por el déficit de garantías de nuestro sistema judicial: por la ausencia de garantías penales, como consecuencia de la inflación legislativa y de la indeterminación semántica de los tipos delictivos, que han abierto espacios incontrolables de discrecionalidad a la intervención penal, en contradicción con el principio de estricta legalidad; por la debilidad de las garantías procesales, como consecuencia de la quiebra de nuestro proceso acusatorio tras las reformas de emergencia de 1992, que desequilibraron el proceso, reforzando enormemente el papel de la acusación en perjuicio de la defensa, y el de la instrucción frente al juicio. De ahí se derivan injerencias y conflictos entre poderes que, desde hace años, dividen en nuestro país a la opinión pública siguiendo lógicas facciosas, que envenenan el debate sobre la justicia, impiden la confrontación racional y corren el riesgo de provocar un descrédito general de nuestras instituciones.

Esta quiebra de la legalidad, por tanto, se resuelve, principalmente, en una descalificación de todo el sistema penal -de su certeza, su cognoscibilidad y su eficacia- constatada oficialmente por la declaración de bancarrota que supuso, hace diez años, la sentencia de la Corte Constitucional n 364 de 1988, que archivó, por poco realista, el clásico principio penal de la no excusabilidad por desconocimiento de la ley penal. Al mismo tiempo, ello repercute sobre la jurisdicción, ampliando sus espacios de arbitrariedad, comprometiendo la obligatoriedad de la acción penal y debilitando la naturaleza cognoscitiva de los juicios y, con ella, la fuente de la legitimidad misma del poder judicial y de su independencia.

Una crisis de la justicia penal de esta magnitud reclama la responsabilidad tanto de la legislación como de la jurisdicción, unidas desde hace veinte años -más allá de polémicas entre políticos y magistrados- en una insensibilidad general al valor de las garantías y en la correspondiente sumisión a las razones de la excepción y la emergencia: primero, terrorista, después, mafiosa o camorrista. Esta insensibilidad constituye, sobre todo, un síntoma de miopía y de falta de previsión. Los magistrados, en primer lugar, deberían reivindicar el refuerzo y el respeto de las garantías penales y procesales, de las que depende exclusivamente la jurisdicción penal y su independencia. Por otro lado, sólo una política no coyuntural de la justicia, que asuma como primer y urgente objetivo la refundación garantista de la legalidad penal, podrá rehabilitar, hoy, el primado de la función legislativa y limitar el poder de los jueces, anclándolo a la sujeción a la ley y a su función cognoscitiva. Para ello, no basta con las

numerosas leyes de despenalización proyectadas o aprobadas durante años, ni siquiera con una reforma del viejo código penal fascista. Sería necesaria una reforma de toda la legislación penal fundamentada en una mejora del lenguaje de las leyes informada en los principios garantistas de taxatividad y lesividad y, además, en el refuerzo del tradicional principio de legalidad penal. No basta la simple reserva de ley, hace falta una reserva de código, es decir, el principio de que ninguna norma penal o procesal pueda dictarse si no es mediante una modificación o una integración de los códigos, aprobada, quizá, con procedimientos agravados. Sólo una reforma de este tipo podría poner fin al caos normativo, restablecer los límites entre jurisdicción y legislación, entre justicia y política, y restituir la credibilidad tanto a una como a otra11.

4. EL FUTURO DEL GARANTISMO

Todavía más débiles y faltas de actuación que las garantías penales y procesales de los derechos de libertad, se encuentran las garantías del resto de los derechos fundamentales, a pesar de haber sido sancionados por las constituciones estatales y las declaraciones internacionales de derechos humanos. El paradigma garantista de la democracia constitucional es, pues, un paradigma embrionario, que puede y debe extenderse -como he señalado al comienzo- en una triple dirección: 1) en primer lugar, para garantizar todos los derechos no sólo los de libertad, sino también los derechos sociales; 2) en segundo lugar, frente a todos los poderes, no sólo los públicos sino también los privados; 3) en tercer lugar, a todos los planos, tanto el del derecho estatal como el del derecho internacional.

«El futuro del constitucionalismo y, con él el de la democracia, depende, por el contrario, de esta triple articulación y evolución: hacia un garantismo social, además de liberal; hacia un garantismo frente a los poderes económicos privados, además de frente a los poderes públicos; hacia un garantismo internacional, además de estatal.»

Se trata de tres expansiones del paradigma garantista que nos legara la tradición liberal, todas ellas o igualmente prometidas por el diseño normativo recogido en el conjunto de las diferentes constituciones. Este paradigma, como se sabe, nació para la tutela de los derechos de libertad, se redujo a ser un sistema de límites a los poderes públicos pero no a los poderes económicos v privados, y ha quedado anclado dentro de los confines del estado-nación. El futuro del constitucionalismo y, con él el de la democracia, depende, por el contrario, de esta triple articulación y evolución: hacia un garantismo social, además de liberal; hacia un garantismo frente a los poderes económicos privados, además de frente a los poderes públicos; hacia un garantismo internacional, además de estatal.

Una expansión de este tipo está presente en la propia lógica del constitucionalismo. La historia del constitucionalismo es la historia de una progresiva expansión de la esfera pública de los derechos12: de los derechos de libertad de las primeras declaraciones y constituciones decimonónicas, al
derecho de huelga y los derechos sociales de las constituciones de nuestro siglo, o los nuevos derechos a la paz, a la conservación del ambiente, a la información y similares, hoy reivindicados y aún no todos constitucionalizados; de la constitucionalización rígida de estos derechos, a su internacionalización en la Declaración Universal y en los sucesivos pactos y convenciones internacionales de la segunda posguerra. Una historia no teórica, sino social y política, dado que ninguno de estos derechos ha caído del cielo, sino que todos fueron conquistados por movimientos revolucionarios contra antiguos regímenes más o menos absolutistas: las grandes revoluciones liberales americana y francesa, después los movimientos del siglo XIX en favor de los estatutos, las luchas obreras, feministas y ecologistas del siglo pasado y del actual, finalmente, la ruptura histórica del ancien régime internacional basado en la soberanía absoluta de los estados que supuso, tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazifascismo, la aprobación de la Carta de las Naciones Unidas de 1945 y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Los derechos fundamentales -del derecho a la vida a los derechos de libertad, a los derechos sociales a la salud, al trabajo, a la educación, a la
subsistencia- se han afirmado siempre al hacerse patente una opresión o una discriminación que, en un cierto momento, se volvió intolerable. Y lo han hecho como ley del más débil, como alternativa a la ley del más fuerte que regía y regiría en su ausencia. Del más fuerte físicamente, como en el estado de naturaleza hobbesiano; del más fuerte políticamente, como en los regímenes absolutistas, clericales o policiales; del más fuerte económicamente, como en el mercado capitalista; del más fuerte militarmente, como en la comunidad internacional.

Un argumento teórico con el que suele refutarse la tesis del carácter jurídicamente vinculante de los derecho sociales y, por otro lado, de los derechos humanos establecidos en las cartas internacionales es que tales derechos no son propiamente «derechos», ya que (o en la media en que) carecen de garantías. Si es cierto -se objeta- que los derechos fundamentales, según la propia definición aquí defendida, consisten en expectativas o pretensiones a las que corresponden obligaciones o prohibiciones por parte de otros sujetos y sanciones o reparaciones en caso de violación, un derecho no garantizado no sería, en realidad, un derecho sino un flatus vocis del legislador13.

Este planteamiento confunde indebidamente los derechos con sus garantías; las cuales, sean primarias secundarias, cuando se refieren a derechos fundamentales, requieren, siempre, para su existencia, ser introducidas mediante normas distintas de las que sancionan los derechos que garantizan14: las normas penales sustanciales, garantía primaria de los derechos a la vida, la libertad y la propiedad y del resto de los derechos violados por los delitos; las normas procesales penales como garantía secundaria de los mismos derechos y como garantía primaria de la inmunidad del imputado frente a la arbitrariedad policial o judicial; las normas sobre asistencia sanitaria o instrucción obligatoria, o sobre los límites de los poderes del empleador o similares, como garantía primaria de los derechos sociales y de los derechos del trabajador, así como las relativas a la justicia administrativa y al proceso laboral como garantía secundaria de estos mismos derechos; finalmente, las normas -todavía carentes de vigencia por falta de ratificación por parte de un número suficiente de Estados, pero sí sancionadas, relativas al estatuto de la Corte Penal Internacional aprobado en Roma en julio de 1998- que prevén una larga serie de crímenes contra la humanidad como garantía primaria de los derechos humanos establecidos en las convenciones internacionales y, como garantía secundaria, su justiciabilidad ante la futura Corte, en caso de inercia de las jurisdicciones nacionales.

Ahora bien, una confusión de este tipo entre derechos y garantías, además de anular una buena parte de las más importantes conquistas del constitucionalismo del siglo XX, contradice, a mi juicio, la tesis de la naturaleza positiva -o nomodinámica, en el léxico kelseniano- del derecho moderno. Al contrario de los sistemas que Hans Keisen llama nomoestáticos, como la moral y el derecho natural, en los sistemas nomodinámicos o positivos, la existencia o inexis-tencia de las normas que disponen obligaciones, prohibiciones o derechos subjetivos no se deducen de la existencia o inexistencia de otras normas, sino que son «pues-tas» o producidas o, si se prefiere, introducidas por los corres-pondientes actos de su producción. Resulta, por tanto, perfectamente posible que, dado un derecho subjetivo como consecuencia de una norma que lo prevé, no existan hasta tanto no se produzcan -aunque debieran existir y, por tanto, ser producidas- ni las normas primarias que establecen la obligación o la prohibición corres-pondientes (por ejemplo, los órga-nos encargados de la satisfacción de los derechos sociales o los códigos penales internacionales sobre crímenes contra la humani-dad), ni las normas secundarias que disciplinan la persecución de las violaciones de uno y otros (por ejemplo, la accionabilidad en juicio de los derechos sociales o la competencia de una corte penal internacional). Esta ausencia de garantías no autoriza a sostener la tesis, bien poco iuspositivista, de que los derechos no garantizados no existen aunque existan las normas que los establecen, mientras que, en cambio, impone reconocer en la ausencia de las correspondientes normas garantistas un indebido incumplimiento -la violación de la obligación de emanarlas- que constituye una indebida laguna. Concretamente, una laguna primaria, cuando falte la estipulación de la obligación y de las prohibiciones que constituyen las garantías primarias del derecho subjetivo, y una laguna secundaria cuando no se hayan instituído los órganos obligados a sancionar o a invalidar sus violaciones, es decir, a aplicar las garantías secundarias. En estos casos, en resumen, no cabe negar la existencia del derecho subjetivo estipulado por la norma jurídica: se podrá, tan sólo, lamentar la laguna que lo vuelve un «derecho de papel»15 y afirmar, con ello, la obligación de colmarla por parte del legislador.

Las consecuencias de esta distin-ción entre derechos y garantías, impuesta por la naturaleza positiva del derecho moderno, resulta de enorme importancia no sólo en el plano teórico, sino también en el metateórico. En el plano teórico comporta que el nexo entre derechos y garantías no es un nexo empírico sino un nexo normativo, que puede ser (no ya contradicho, sino violado) por la existencia de las primeras y por la inexistencia, es decir, por una laguna, de las segundas; al igual que sucede, por lo demás, con el principio de no contradicción, que igualmente puede ser (no ya contradicho, sino) violado por la existencia de antinomias, es decir, de normas entre sí contradictorias. En el plano metateórico supone un papel no puramente descriptivo, sino crítico y normativo de la ciencia jurídica en relación con su objeto: crítico frente a sus lagunas y antinomias que debe poner de relieve, y normativo en relación con la legislación y la jurisdicción a las que impone el deber de colmarlas o repararlas.

Cuestión totalmente diferente es la de la viabilidad concreta de las garantías en las tres direcciones antes indicadas. Ciertamente, el desarrollo del Welfare State en el presente siglo se ha producido, en buena medida, mediante el crecimiento de los aparatos administrativos y la mediación burocrática y discrecional, y no a través de la institución de garantías positivas, es decir, de técnicas de
satisfacción y de accionabilidad de los derechos sociales parangonables a las de las garantías negativas previstas por la tradición liberal para la tutela de los derechos de libertad y de propiedad. Menos aún se han desarrollado las garantías de los derechos humanos estipulados en las cartas internacionales, los cuales se caracterizan por una casi absoluta inefectividad. En lo relativo a las garantías frente al mercado y a los poderes empresariales, asistimos, en realidad, a un proceso involutivo, pues no sólo no se han elaborado nuevas técnicas de limitación y control de los poderes cada vez más invasivos y mundiales de las grandes empresas multinacionales, sino que, al contrario, se han reducido, bajo la consigna del actual credo liberista, muchas de las viejas reglas y garantías en materia de derecho laboral, de tutela de los consumidores y de protección del entorno.

«El propio preámbulo de la Declaración Universal de 1948 establece un nexo indisociable entre las garantías de los derechos fundamentales de todos los seres humanos y la paz en el mundo.»

Todo esto no quiere decir que tales garantías no resulten técnicamente realizables, que los derechos sociales, al menos en sus mínimos vitales, no puedan quedar satisfechos ex lege, mediante prestaciones gratuitas y obligatorias en materia de salud, de educación y de subsistencia, antes que con la mediación burocrática y clientelar, y que no puedan, por tanto, resultar accionabas en juicio, como impone el artículo 24 de la Constitución italiana. Que los presupuestos estatales no puedan quedar vinculados, incluso constitucionalmente, a cuotas mínimas de gasto social y sometidos, así, al control de constitucionalidad. Que el mercado y las relaciones laborales no estén sometidos, por normas estatales y por convenciones internacionales, a los límites y vínculos exigidos por los derechos fundamentales virtualmente lesionados por aquellos. Que el Estatuto de la Corte Penal Internacional para Crímenes contra la Humanidad no resulte finalmente ratificado por todos los Estados o, al menos, por el número mínimo exigido para su entrada en funcionamiento. Que, por último, las instituciones financieras internacionales, del Fondo Monetario al Banco Mundial, no se vean obligadas a orientar sus intervenciones a la ayuda en lugar de a la asfixia de las economías de los países más pobres. Se trata, ciertamente, de expectativas a largo plazo, destinadas, probablemente, a no verse nunca satisfechas. Pero es igualmente cierto que la divergencia abismal entre norma y realidad, entre los derechos solemnemente proclamados en las diferentes cartas constitucionales y la desoladora ausencia de garantías que los aseguren, resulta contraria al derecho positivo vigente y se debe, principalmente, no ya a dificultades técnicas sino a la permanente falta de disposición de los poderes -cualesquiera que sean- a sufrir el coste de los límites, las reglas y los controles.

Todas las garantías, en efecto, tienen un coste: mínimo en el caso de las garantías liberales y penales negativas, que exigen simplemente límites negativos, plazos amplios y procedimientos complejos para la definición, la averiguación y la sanción de los delitos que violan los derechos negativos de libertad y de propiedad; máximo, tratándose de las garantías sociales positivas, que exigen la asignación y la redistribución de recursos fuera y contra la lógica del mercado; algo en parte ya experimentado en nuestros estados de derecho; totalmente nuevo, en cambio, en el plano internacional, en el que exigiría la renuncia a la lógica de la fuerza y la prepotencia de los estados y la puesta en cuestión de nuestros desenfadados niveles de vida que hacen posible para occidente el bienestar y la democracia a expensas del resto del mundo. Pero se trata, como siempre, de los costes del derecho y de la democracia frente a los costes de la ley desregulada y salvaje del más fuerte que, en perspectiva, resultan, infinitamente superiores. El propio preámbulo de la Declaración Universal de 1948 establece un nexo indisociable entre las garantías de los derechos fundamentales de todos los seres humanos y la paz en el mundo; y, por tanto, nos advierte, con realismo, que es de esas garantías de las que depende la convivencia futura en un mundo no devastado por nuevas guerras, violencias y terrorismos, y la propia supervivencia, a largo plazo, de nuestras ricas democracias.

* Original publicado en italiano en Parolechiave, n 19, 1999. Trad. del italiano de Antonio de Cabo y Gerardo Pisarello.

1 Aunque el concepto general de «garantía» resulte extraño al pensamiento y al léxico jurídico romanista, el derecho romano conocía casi todas las principales formas negociales destinadas a asegurar el cumplimiento de las obligaciones: tanto las garantías reales del pignus y de la hypotheca, como las personales de la sponsio, la fideipromissio y la fideiussio. El término, por su parte, tiene origen germánico, proviene del alemán antiguo waren o waeren, del que se deriva la expresión alemana warentare y, de ésta, la italiana «guarentire» y «guarentigia» [«garantizar' y «garantía», N. de los T]. La elaboración de la categoría dogmática de las
garantías, a su vez, es fruto de la pandectística alemana del siglo pasado. Para todos estos asuntos, véase M. Fragali, «Garanzia. Premessa» en Enciclopedia del diritto, XVIII, Giuffré, Milano, 1969, págs. 446-447.

2 Las obligaciones civiles que son objeto de garantía son de lo más heterogéneas: desde la garantía por evicción o por vicios ocultos de la cosa vendida en la compraventa (arts. 1483 y 1490 del Código Civil) a la de la validez del contrato o la de la existencia del crédito en la cesión de uno u otro (arts. 1410 y 1266 del Código Civil), hasta las garantías de la solvencia del deudor (1267 del Código Civil) o las del cumplimiento contractual (art. 1410 del Código Civil).

3 Se habla, en este sentido, de «garantías constitucionales» para referirse a la tutela reforzada de los derechos resultante de su estipulación en una constitución rígida. Debe, sin embargo, señalarse que con «garantía constitucional» se entienden, también, como consecuencia del empleo de esta expresión en la rúbrica del título VI de la Constitución Italiana, las garantías de las que dispone la propia constitución como consecuencia de su rigidez, que se expresan en la previsión de un procedimiento especial para su reforma, garantizada a su vez, mediante el control de constitucionalidad.

4 Remito, para esta noción de «derechos fundamentales» y para las diferencias
estructurales entre estos derechos y los derechos patrimoniales, a «Diritti fondamentali», en Teoria Politica, 1998, 2, págs. 9-1 4 [Ed. cast., en Derechos y garantías, trad. de R Andrés Ibañez y A. Greppi, Trotta, Madrid, 1999] y a «l diritti fondamentali nella teoria del diritto», en Teoria Política (1991), 1, págs. 59-67 [Ed. cast. en Derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2000, en preparación]. Sobre este mismo tema, véanse también, mis trabajos Diritto e ragione. Teoria del garantismo penale, Laterza, Roma-Bar¡, 1989, 1998, págs. 950-963 [Ed. cast., Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. de P. Andrés Ibañez, A. Ruiz Miguel, J.C. Bayán Mohino, J. Terradillos Basoco, R. Cantarero Bandrés, Trotta, Madrid, 4 ed. 2000], y «Note critiche e autocritiche interno allá discussione su «Diritto e Ragione», en L. Gianformaggio (ed.), Le ragioni del garantismo. Discutendo con Luigi Ferrajoli, Giappichelli, Torino, 1993, págs. 508-512.

5 Ch. Montesquieu, De l'esprit des lois (1748), en Oeuvres complétes, Gallimard, París, 1951, vol. II, XI, 6, pág. 398 [Ed. cast. Del Espíritu de las leyes, trad. de M. Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid, 1972].

6 Para una explicación más analítica de estas nociones de «derecho subjetivo» y de «garantía», así como de las que más adelante se utilizan de garantías (y normas) primarias y secundarias, remito a «Diritti fondamentaii», cit., págs. 8 y 23-24; «l diritti fondamentali nella teoría del diritto», cit., págs. 76-87; «Aspettative e garanzie. Prime tesi di una teoria assiomatizzata del diritto», en Logos dell'essere, logos della norma, edición de L. Lombardi Vallauri, Adriatica Editrice, Bar¡, 1999, págs. 920-926 y 945-949 [Ed. cast. «Expectativas y garantías. Primeras tesis de una teoria axiomatizada del derecho», trad. de A. Ródenas y J. Ruiz Manero, en Doxa, 20, Alicante, 1997].

7 Naturalmente, puede compartiese la tesis teórica de la «rigidez natural» de las constituciones escritas, sostenida por A. Pace, La causa della rigidità costituzionale, Cedam, Padova, 1996 [Ed. cast. en Joaquín Varela Suanzes y Alessandro Pace, La rigidez de las constituciones escritas, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995], según el cual, incluso el Estatuto Albertino del Reino de Italia sería, en realidad, una constitución rígida, más aún, rigidísima en cuanto inmodificable, y que sólo por responsabilidad de los políticos y de la doctrina se transformó, aunque subrepticiamente, en una constitución flexible. En todo caso, la defensa de esta tesis se produce solamente ahora, y no en los años veinte, cuando el Estatuto fue aniquilado por Mussolini, sin que ningún jurista protestase contra el golpe de estado; de forma que bien puede afirmarse que las constituciones no fueron rígidas hasta que no se les dio tal consideración, gracias, por otra parte, a la introducción de un procedimiento especial de reforma constitucional y de control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes.

8 He ilustrado esta transformación del paradigma en «II diritto come sistema di garanzie», en Ragione Pratica, I, 1, 1993, págs. 143-161; La sovranitá nel mondo modemo. Nascita e crisi dello Stato nazionale, II ed., Laterza, Roma-Bar¡, 1997, págs. 33 y 39 y ss. [Ed. cast. en Derechos y garantías. La ley del más débil, cit.]; 'La democrazia costituzionale', en R Vulpiani (ed.), L'acceso negato. Diritti, sviluppo, diversità, Armando Editore, Roma, 1998, págs. 53-66, La cultura giuridica nell'ltalia del Novecento, Laterza, Roma-Bar¡, 1999, págs. 53-56 y 105-113.

9 Sobre el modelo normativo de «derecho penal mínimo» y sobre el sistema de garantías penales y procesales como garantías de verdad, además de como inmunidad contra la arbitrariedad, cfr. Diritto e ragione, cit.

10 «Doctrinae quidem verae esse possunt; sed authoritas, non veritas facit legem» (T Hobbes, Leviathan, (1651), trad. latina (1 670) en Opera philosophica quae ¡atine scripsit omnia, edición de W. Molesworth (1839-1845), reimpresión, Scientia Verlag, Aalen,1965, vol. III, cap. Xxvi, pág. 202) [Ed. cast., Leviatán, trad. y prólogo de C. Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 1989]. Sobre la oposición entre las dos máximas que expresan las fuentes de legitimación, respectivamente, de la jurisdicción y de la legislación, cfr., Diritto e ragione, cit., págs. 35 y ss.

11 He defendido, últimamente, el principio de reserva de código penal y procesal penal en «La giustizia penale nella crisi del sistema político», en Governo de¡ giudici. La magistratura tra diritto e política, edición de E. Bruti Liberati, A. Ceretti y A. Gisanti, Fe¡trinelli, Milano, 1996, págs. 81-82; «La pena in una società democratica», en Questione giustizia, 1996, 3-4, págs. 537-538; 'Giurisdizione e democrazia», en Democrazia e diritto, 1997, 1, págs. 302-303.

12 Sobre los procesos de multiplicación, extensión y fortalecimiento de los derechos fundamentales, cfr. N. Bobbio, L'età de¡ diritti, Einaudi, Torino, 1990 [Ed. cast., El tiempo de los derechos, trad. de Rafael Asís Roig, Sistema, Madrid, 1991]; G. Peces Barba, Curso de derechos fundamentales. Teoría general, Eudema, Madrid, 1991, trad. ¡t. de L. Mancini, Teoria de¡ diritti fondamentali, Giuffré, Milano, 1993.

13 Un derecho formalmente reconocido pero no justiciable -y, por tanto, no aplicado a no aplicable por los órganos judiciales con procedimientos definidos- es lout courr, afirma, por ejemplo, Danilo Zolo «un derecho inexistente» (D. Zolo, «La strategia della cittadinanza», en La cittadinanza, cit., pág. 33). Una tesis semejante sostiene R. Guastini en «Diritti», en Analisi e diritto, 1994, Ricerche di giurisprudenza analítica, Giapichelli, Torino, 1994, págs. 168 y 173 [Ed. cast., en Distinguiendo. -Estudios de teoría y metateoría del Derecho, trad. de J. Ferrer y Beltran, Gedisa, Barcelona, 1991; id., «Tre problema per Luigi Ferrajoli», en Teoría Politica, 1998, 2, págs. 5-37 [Ed. cast. en Derechos fundamentales, cit.]. Esta tesis reproduce la sostenida por Hans Keisen, según el cual, el derecho subjetivo «es simplemente la obligación del otro o de los otros», o «el reflejo de un deber jurídico» y, por otra parte, la capacidad jurídica de participar en la imposición de una «sanción», ya que, en último término, consiste en (su) protección jurídica (H. Keisen, Reine Rechtslehre (1960) [Ed. cast. Teoría Pura del Derecho, trad. de R.J. Vernengo, UNAM, México, 1986]; id., General Theory of Law and State (1 945) [Ed. cast. Teoría general del Derecho y del Estado, trad. de E. García Maynez, UNAM, México, 19791 ). Para una profundización en la crítica de estas teorías, remito a mi «l diritti fondamentali nella teoria del diritto», cit., págs. 76-87.

14 El equívoco se debe, probablemente, al hecho de que Kelsen asume como figuras paradigmáticas del derecho subjetivo, sólo a los derechos patrimoniales (Teoria, cit., pág. 82): los cuales -al contrario que los derechos fundamentales, directamente producidos por las normas- resultan de sus correspondientes actos singulares de adquisición, junto con los deberes que les corresponden; de forma que, no sólo de hecho, sino también de derecho, tales derechos no existen sin sus obligaciones correspondientes, cuyas violaciones resultan siempre, por su parte, justiciables.

15 Esta expresión de Guastini aparece en «Diritti» cit., págs. 168, 170 y 173. Guastini, igualmente, denomina a los derechos no garantizados «derechos ficticios», en oposición a los «verdaderos derechos», los susceptibles de tutela jurisdiccional y reivindicables «frente a un sujeto determinado», al que, a su vez, corresponde una «obligación de conducta» (en otras palabras, un derecho asistido de lo que he denominado «garantías secundarias» y «garantías primarias»).

Publicado en www.defensapublica.org

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